Los brazos del viejo y olvidado espantapájaros estaban a punto de vencerse por el peso del montón de pájaros sobre ellos. De su sombrero hecho girones caían trozos de paja, pretendiendo simular el sudor humano.
Intentó
sacudírselos sin éxito.
Rayo
de Sol, la pajarita más pequeña, comenzó a picarle los ojos y la nariz.
-¡Ay!
–Se quejó el muñeco.
-¿Quién
dijo “ay”? –preguntó en voz alta Rayo de Sol, asustada, volteando para todos
lados, para ver de dónde provenía el lamento.
-¡Pues
quién ha de ser! ¡Yo! –Replicó espantapájaros con voz dolorida-. Me estás
picando y, ¿quieres que no me queje?
-¿Tú?
¿El espantapájaros? –dijo asombrada Rayo de Sol, abriendo los ojos como
caleidoscopio de coloridas formas. –Mis papás dicen que eres un muñeco, un
hombre de a mentiras que la gente hace para asustar a la parvada.
-Sí,
soy un hombre de a mentiras, pero un espantapájaros de verdad –repuso molesto
el muñeco hecho de trapos y palos.
-¿Me
debo asustar? –preguntó temerosa.
-¡Mmmmmm!
–musitó con enojo el espantapájaros. -¡Deberías! Pero, hace tanto tiempo que
estoy aquí, que ya nadie se asusta de verme. Me había acostumbrado a aguantarme
y guardar silencio pero, cuando comenzaste a picarme los ojos, ¡ya fue el
colmo! Que se me paren en los brazos y el sombrero y se pongan a cantar, ¡es
muy bonito! Pero, que ya hasta me piquen, sin ningún respeto… ¡No se vale!
–dijo al tiempo que dos lágrimas corrían por sus mejillas descoloridas y llenas
de polvo.
-¡No
llores! –exclamó con angustia Rayo de Sol. –Yo no sabía que sí sientes,
¡discúlpame!
-No
te preocupes. Ando muy sentimental ¡Es que me siento tan solo! –respondió el
espantapájaros soltando de nuevo el llanto.
-Al
que no habla, Dios no lo oye –dijo con una gran sonrisa la hermosa avecita.
-¿Cómo vas a estar solo si somos una gran parvada? Y, si tú quieres, podemos
ser tus amigos –remató guiñando un ojo.
Si no
me crees, cuando vayas al campo observa cómo, alrededor de ellos, revolotean
aves de todos los tamaños y colores, en medio de un gran algarabía.
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