miércoles, 16 de marzo de 2011

Wanaiguana

Wanaiguana corría de un lado para otro, sin saber qué hacer. El frió no le permitía pensar con claridad.
Por curiosa y traviesa se trepó a un camión, metiéndose en un canasto que despedía un delicioso olor a hierbas frescas y, golosa, perforó las aromáticas hojas con gran deleite y fue ingiriéndolas sin prisa, hasta quedarse dormida.
El suave bamboleo la arrulló. No fue sino hasta que sintió que la levantaban con todo y canasto, que despertó.
Antes de que la descubrieran, pegó un brinco y se escabulló entre la gente, asustada y desconcertada por la ausencia de calor ¡Se encontraba en algún lugar de la Tierrafría!
En medio de su loca carrera, se topó con un tendedero donde algún niño había colgado la ropa de sus muñecos. Pegó un brinco y se metió en un abrigo diminuto, suficiente para ella; encontró un par de pequeñísimas botas y unos guantes, y se los puso de inmediato.
Ni así entró en calor. Entonces recordó el acento de la gente del lugar donde ella vivía. Había notado que donde se encontraba ahora era totalmente distinto.
Corrió  hasta el lugar donde paró el autobús y, escondida tras unas cajas, esperó a escuchar voces con la cadencia de las personas de la Tierracaliente.
No tardó en llegar un grupo muy alegre y bullanguero ¡Era el acento conocido perfectamente por ella! Se llenó de gusto y se aprestó a trepar sin ser vista.
Wanaiguana se deslizó dentro de una bolsa llena de fruta que cargaba una bonita morena robusta y bajita. Se acurrucó y, ¡claro! Se despachó el alimento.
Cuando el camión llegó a su fin, cuando pudo sentir que la piel se le perlaba de sudor, ni siquiera se cuidó de no ser vista. Rápida y veloz corrió hasta llegar el campo.
Sobre alguna piedra caliente, bañada por los anaranjados rayos del sol, wanaiguana sonríe aliviada de vez en cuando, al recordar su fría aventura.

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